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Anekke Ixchel

Recuerdo perfectamente aquella tarde de verano, la brisa soplaba acariciando  las últimas horas del atardecer y con ella, una melodía que me parecía muy familiar. Sabía que no era la primera vez que la escuchaba, puesto que sonaba como si formase parte de mí, como si naciese en mí. Poco a poco fui sintiéndola más cerca, más clara, y fue entonces cuando aquella música me invadió, y sentí como si un viaje comenzase en mi interior.

En tan solo un abrir y cerrar de ojos, todo era distinto, yo me sentía distinta. En mi mente sonaban las voces de cientos de mujeres que entonaban melodías llenas de mensajes maravillosos, mensajes hechos para cambiar el mundo y para conseguir todo aquello que nos propusiéramos. Allí todo estaba impregnado de colores que hacían de aquel lugar un pentagrama infinito, lleno de pequeñas notas que componían la que sin duda, era una armonía perfecta.

Deje atrás las preocupaciones, y la felicidad se apoderó de cada poro de mi cuerpo. Sin darme cuenta, me había transformado en una nota más.

Towanda me miraba con gesto de sorpresa, como si supiese que algo emocionante estaba a punto de comenzar

¡Siente la música que nos rodea Towanda!.

Poco a poco nos dejamos llevar, y guiados  por el sonido de las montañas, nos adentramos en ellas a su compás. Sentimos la libertad de la naturaleza y la fuerza de todo aquello que la compone. El aire puro, el brillo del sol, y las miles de hojas que danzaban con la brisa del atardecer.

Una unión perfecta que nos recuerda que la vida es una canción ¡y nosotros queremos cantarla a pleno pulmón!.

Allí entendimos la fuerza del lenguaje universal de la música,  que nos une, nos traslada,  nos acerca. Nos lleva a cualquier lugar, a cualquier momento. Nos transforma, nos hace soñar. Y gracias a ella aprendí, que cada persona suena  diferente, pero juntas hacen una melodía maravillosa, porque cada persona tiene en su interior una melodía compuesta por notas maravillosas.

¡Que viva la música!, ¡que viva la vida!, y ¡que viva el amor!.

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