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Diario de Viaje: Egipto

Cada viaje tiene algo que se repite de un modo distinto. Una misma mezcla de emociones que se presentan, mezclándose con el entorno, calmando esa sensación nerviosa que te acompaña durante el trayecto, según llegas a tu destino. Algo que siempre recojo en mi diario de viaje, para intentar congelarlo y guardarlo para siempre.

Así sucedió también en la llegada de mi viaje a Egipto. En ese instante en el que puse los pies por primera vez en su tierra, sentí su olor, su temperatura. Mi cuerpo comenzaba a conectar con el entorno y me hizo sentir extraña durante unos segundos, mientras me impregnaba del paisaje a través de los sentidos: el olor en el aire a tierra mojada. El tacto de la arena. Las pirámides ante mi. El sonido del agua del río Nilo abriéndose a través de la barca donde viajamos. La sensación de tener la boca seca de la emoción, con ese regusto salado. Esos primeros instantes de un viaje siempre son nuevos, únicos e inolvidables.

Towanda daba vueltas nervioso entre mis piernas, y mi mochila guardaba esos artilugios que alguien había dejado en mi puerta, dentro de una caja: un papiro, un sombrero de exploradora y una lupa. En ese momento miraba a mi alrededor, maravillada ante la grandeza de una antigua civilización, y mi cabeza soñaba despierta con las historias de faraones.

La aventura estaba a punto de comenzar, y la intriga ante qué iba a encontrarme y a descubrir me invadía. Así comenzaba el viaje, de un modo único, mecida por la corriente de un río, con unos primeros pasos sobre una mullida tierra rojiza. Nadie podía negarme, en este instante, que esto es lo más parecido a la felicidad que sentimos los viajeros. ¿No es así?

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